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Acuxtla

Juan Carlos Moreno Rosas

 

La vista de la casa es estremecedora: sangre por todos lados y un par de cuerpos despedazados; el olor, penetrante. Por la pestilencia que emanan los cuerpos, parece que llevan días en descomposición, pero los forenses dictaminaron que el ataque ocurrió ayer en la noche. La tercera familia asesinada; siempre lo mismo: un reguero de cuerpos y sangre, pero ni rastro de los niños.

      Acuxtla suele ser un pueblo tranquilo. En los diez años de Julio como policía, nunca había visto algo así. Su trabajo había consistido en arrestar borrachos y detener peleas, lo común en un lugar tan pequeño, donde todos se conocen. La única pista son mechones de pelo que no vio nunca en los animales de la localidad. Eran de color negro y en las puntas azules notó un pelaje duro que llegó a cortar a quienes lo agarraban, pero lo más intrigante para Julio es el paradero de los niños, cinco en total; cuatro desaparecidos en los anteriores asesinatos, y el de la familia encontrada hoy. Sabe que resulta casi imposible que alguien los retenga en alguna casa del pueblo; puede ser que hayan huido del agresor y estén escondidos en el bosque.

       En la oficina del capitán de la policía, Julio dice:

       —Debemos organizar una búsqueda en el bosque —se acerca a una silla y se sienta.

      —Tú concéntrate en el rastro del asesino. Si seguimos así, la gente va a perder el control. No quiero saber lo que puede llegar a ser este lugar si se empieza a hacer justicia por propia mano.

Julio se queda pensativo.

     —No voy a descansar hasta dar con él, pero encárgate de la búsqueda. Sería un respiro para nosotros encontrar a esos niños.

     Sentado en su oficina observa con detenimiento la bolsa de pelos que funciona como evidencia. Hace una búsqueda rápida en su computadora, pero no encuentra nada parecido. Lo único que se le ocurre es salir a preguntar por los alrededores si alguien vio algo que le llamara la atención, algo extraño, algo diferente.

    Lleva toda la tarde golpeando puertas de vecinos sin obtener ninguna respuesta. Nadie vio ni escuchó nada. La búsqueda no da ningún resultado, así que decide patrullar el pueblo en la noche. Intentará que todos los policías que no hayan salido en búsqueda de los niños lo acompañen para abarcar más terreno.

      Por la noche, Julio espera en su coche cerca de la última escena del crimen. Pasan varias horas sin que haya movimiento. Sólo cuenta con la ayuda de otro policía que vigila el otro lado del pueblo. Faltan pocas horas para el amanecer. Julio agarra la radio y trata de comunicarse con el vigilante. No le responde. Lo intenta un par de veces más y, temiendo lo peor, decide ir al lugar.

     Al llegar no encuentra al policía. El coche está con las puertas abiertas y las luces encendidas. Se dirige hacia la casa más cercana. Un olor pungente golpea su cara. Hay vidrios rotos. Entra en la casa y encuentra al policía en estado catatónico. Al mirarlo, se da cuenta de que ha llegado demasiado tarde. Es una nueva escena del crimen.

     Empieza a amanecer y Julio observa los cuerpos: el mismo modus operandi. Le prepara un café al policía esperando que pueda recuperarse y hablar de lo sucedido.

       —¡Háblame! Dime si pudiste ver algo.

      El policía parece salir de su letargo. Le da un sorbo al café y mira a su compañero, a quien lentamente le narra lo sucedido:

      —Escuché un ruido y corrí a la casa. Todo estaba en silencio. Al entrar, sólo oscuridad. Por el hedor, supe que me encontraba en el lugar correcto. Era más fuerte que en las otras casas. Busqué a tientas el apagador. Segundos antes de encender la luz, sentí que algo me rozó —y levantó el brazo para enseñarle a Julio la cortada que le provocó el roce—. Julio decide posponer la búsqueda de los niños a fin de que esa noche todos los oficiales estén disponibles para patrullar. Cree saber cómo elige el asesino a sus víctimas. Quedan tres familias con hijos de edades similares a los que han desaparecido. Por suerte, sus casas no se hallan tan lejanas entre sí. Julio haría rondas cubriendo el territorio entre las tres casas.

      La noche está tranquila, la luna resplandece, los policías no saben si en una noche tan clara el asesino se animará a atacar. Transcurren las horas. No hay ningún movimiento. Julio recorre las calles. Un poco antes del amanecer, las nubes cubren la luz de la luna y todo queda en penumbra. La tensión aumenta en Julio, quien siente la necesidad de detener su coche. Percibe un olor que lo empieza a aturdir. Baja, se acerca a una casa, pero antes de llegar a la entrada trasera, vislumbra una sombra.

       La visión lo deja paralizado. Eso que se escapa corriendo es más grande que un humano, pero aun así tiene una agilidad y una velocidad vertiginosa. En el aire dejó un aroma a muerte, a putrefacción.

     Julio logra salir de su trance y echa a correr por el bosque, tratando de encontrar algún rastro. El olor lo va guiando, pero corre tan rápido que se desvanece. Empieza a amanecer y sabe que una vez más perdió la oportunidad de atrapar al culpable. Se siente exhausto y se recuesta a la sombra de un árbol para descansar. La luz del sol lo hace despertar, se levanta, casi pierde el equilibrio, se siente mareado. Mira su reloj. Es medio día. Regresa a su casa para darse un baño.

    En la estación de policía reina el caos. El capitán ha buscado a Julio todo el día. La gente, ya desesperada, exige respuestas. Se están organizando grupos armados para vigilar el pueblo esa noche.

     —Van a disparar al menor indicio de peligro —el capitán observaba la calle desde la ventana de su oficina—. Ya llegaron los resultados del forense. En todas las escenas del crimen falta el corazón de las mujeres. Tenemos que dar con el asesino antes de que esta información se filtre. Me temo que podamos estar tratando con algún tipo de secta satánica.

       —Creo que la clave son los niños. No tenemos ni rastro de ellos y todos son de edades muy similares. Creo que se los lleva por algún propósito. Debemos darles una protección especial a las familias que queden con hijos en ese rango.

     —De acuerdo. Mandaré patrullas a sus direcciones. A partir de este momento, esas familias no pueden quedar sin vigilancia hasta que demos con el asesino. Tú ve a comer algo y a descansar. Regresa al anochecer.

Matisse astronautas teléfono arte naifJudith Natalia Orozco Ortiz

A una llamada de distancia. Judith Natalia Orozco Ortiz

      Julio va de camino a su casa. La teoría de los ritos satánicos le ronda por la cabeza. Decide hacer una pequeña parada en la biblioteca del pueblo. Busca en la computadora libros sobre satanismo, rituales con corazones y niños. Sentado en un rincón de la biblioteca, ojea los libros con desgano. En realidad no sabe qué busca. No puede dejar de pensar en la sombra que vio. El tamaño, los pelos encontrados en las escenas, el corte en el brazo del policía… Empieza a tener dudas sobre qué puede ser lo que está asesinando. Hay muchas leyendas, muchas historias de rituales con corazones, animales que se los comen, pero nada que pueda darle claridad al caso.

       La luna está cubierta completamente por nubes.

       —Esta oscuridad se la pone más fácil al asesino —Julio se acerca al capitán.

       —Tenemos a todos los policías disponibles vigilando. Sólo espero que aparezca ese maldito para que lo podamos agarrar en el acto.

       Julio va al lugar que le toca vigilar. El bosque no queda lejos de esa parte del pueblo. El ruido de los animales y el viento que golpea contra los árboles provocan ruidos que erizan la piel. La oscuridad es mayor por lo alto y cerrado del bosque.

       A Julio, ansioso, le sudan las manos y no puede dejar de frotárselas. Quiere prender un cigarro, pero ese pequeño punto de luz en una noche tan oscura podría prevenir al asesino de que hay gente esperando por él. Suda a pesar del frío y cada tanto se le eriza la piel y le recorre el cuerpo un escalofrío.

      Cualquier ruido hace que se le tensen los músculos. Toda la noche ha estado alerta, pero después de seis horas sigue sin haber nada fuera de lo normal. Se empieza a acostumbrar a los ruidos, al viento que choca con la vegetación. Su pulso se serena. De repente, se le eriza el vello. Su cuerpo se pone rígido. Se siente desorientado. No entiende qué sucede. Su instinto lo previene de lo que está por venir.

      El aire se suelta a golpear con violencia. Las ramas de los árboles se mecen con tal fuerza que parece que se van a desprender. Un olor llena el lugar. Se trata de un olor que grita peligro con cada calada. Unos destellos azules parten la oscuridad, o eso le parece a Julio.

       Se obliga a salir del auto y, aunque su razón le pide no acercarse, hace todo el esfuerzo para obligar a sus extremidades a funcionar. Se aproxima a la puerta de la casa, pero no puede llegar hasta ella. A unos palmos de su cara se encuentra con el destello de unos ojos que le hielan la sangre. Se echa hacia atrás y pierde el equilibrio. Una sombra atraviesa la oscuridad. Se levanta y corre tras de ella. Saca su linterna para alumbrar el camino. Esta vez no se le puede escapar.

       La sombra es muy rápida. Se mueve muy ágil entre el bosque, a pesar de que no hay ni un solo rayo de luna que pueda alumbrar el camino. Julio se mueve con más torpeza. No puede mirar dónde pisa y siempre se termina encontrando con raíces o piedras que dificultan su andar. En un intento desesperado para detener al asesino, saca su arma y dispara un par de veces. La sombra parece tambalearse un poco, pero en un instante se recupera y sigue su carrera.

      La sombra se pierde en la noche. Julio sigue hacia adelante, intentando encontrar su rastro. Con la linterna alumbra el suelo en busca de pisadas o de algo que le indique la dirección que pudo haber tomado.

       Amanece y con los primeros rayos del sol parece que el bosque cobra vida con el cantar de las aves, el corretear de algunos roedores y otros sonidos que Julio no logra identificar. Se siente exhausto, pero no puede esperar a que haya más víctimas. Julio se frota la cara, enciende un cigarro, apaga la linterna y sigue con su búsqueda; intenta encontrar los casquillos que dejaron sus disparos. Sería una buena guía para continuar.

      Encuentra un árbol con unas marcas que parecen de garras, unas garras gigantescas, y a los pocos metros observa uno de los casquillos. Va en el camino correcto. Encuentra ramas rotas, más marcas en los árboles, y en algunos tramos donde escasea la vegetación y la tierra está húmeda, algunas huellas gigantescas aunque con forma de manos. Escucha un arroyo y se dirige a él. Se inclina a tomar agua. Está sediento. Se levanta de un salto y permanece viendo hacia la profundidad del bosque. ¿Y si el asesino cruzó el río? Tardaría horas en cruzarlo él también y quizá se pierda el rastro. Se agacha de nuevo, buscando alguna señal de hacia dónde pudo haber ido. Sigue la orilla del río unos cuantos pasos y se encuentra con un mechón de pelo enganchado a una rama, un mechón que se le hace familiar, puntiagudo, negro con azul. La esperanza renace en él. Desenfunda su pistola y sigue caminando. Encuentra las huellas que había visto antes. Escucha el ruido de una pequeña cascada y se dirige hacia allí.

       Tras la cortina de agua, hay una entrada a una cueva poco profunda. Julio se adentra. Escucha crujir el suelo. Está lleno de pequeños huesos. A unos pasos, pequeños bultos que suben y bajan a un ritmo acompasado. Se acerca a ellos; tienen el mismo pelo negro con azul que observó en las casas de las víctimas. Parecen lobos cachorros con hocicos alargados; les sobresalen cuatro colmillos que parecen navajas militares. Son del tamaño de un perro mediano. Julio se acerca un poco más, resbala y cae más cerca de los animales. Al apoyar las manos en el suelo para levantarse encuentra una cabeza a medio comer. ¿Es de uno de los niños desaparecidos? Encuentra los restos de varios niños que no concuerdan con el número de desaparecidos. Sigue inspeccionando a los animales. Se da cuenta de que tienen cuatro manos del tamaño de las de un gorila, sólo que están terminadas con unas uñas largas que semejan garras. Su pelaje parece de púas y sus largas colas están coronadas por un aguijón como el de los escorpiones.

      Julio camina hacia el fondo de la cueva. Encuentra a un niño desmayado. Lo sacude para reanimarlo. El niño despierta y Julio le tapa la boca antes de que pueda gritar.

      —Tranquilo, conmigo estás a salvo. ¿Sabes lo que ha pasado aquí? —Julio retira lentamente la mano de la boca del niño.

      —Esa cosa mató a mis padres y me trajo aquí —el niño apenas podía articular palabra por el llanto que intentaba contener—. Había más niños. Les hizo comer los corazones. Al principio solo estaba él, pero esos de ahí son los niños que se comieron el corazón, y a los que no quisimos nos usan de comida.

     Julio escucha horrorizado el relato. Los vellos se le erizan. Un olor a putrefacción lo golpea. Su cuerpo se tensa. Sabe del peligro que se cierne sobre él. Siente una respiración a su espalda y un gruñido que se va elevando hasta tapar el sonido de la cascada.

Juan Carlos Moreno Rosas. Nacido en la Ciudad de México el 19 de mayo de 1990. Cursa la licenciatura de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y letras de la UNAM y en 2021 tomó un taller de narrativa y  uno de cuento por parte de la UNAM.

Judith Natalia Orozco Ortiz es Artista Plástica y Licenciada en Educación Artística, con trayectoria como profesora en el ámbito formal y no formal, en el ámbito de la ilustración en revistas culturales y proyectos de Mass media cultural y como emprendedora en las industrias culturales actuales. Actualmente me encuentro realizando estudios sobre emprendimientos artísticos y de gestión.

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