Una historia propia
Daniela Bressa Florentín
Lo que no sabe es qué hacer con el polvo. Entra por cada ranura de la casa, si es que la puede llamar así. Y además no entra por las ranuras, qué tonta, es imposible con semejante calor tener las ventanas y puertas cerradas. El polvo entra sin esfuerzo, como el calor, como la humedad. Como las gallinas a las que espanta con el repasador recordándoles que ya les dijo que no podían pasar dentro de la casa. Elena está resfriada y los mocos y el polvo forman un engrudo que ella con su manita va desparramando por su cara y se lo pasa también a su vestido. No puede permanecer limpia más de cinco minutos luego de vestirse. Sabe que si no se resigna al predominio de lo salvaje no va a poder quedarse mucho tiempo allí. Mira a Hilario dormir, nota la forma blanca de la camiseta en su torso desnudo. Pronto va a perder la palidez traída de Buenos Aires.
Andrés sale a recorrer el monte con el agente sanitario. No van a tardar en volver, dicen que antes del mediodía estarán de vuelta. Deja a Elena en su silla y saca los restos de pollo de la heladera. Piensa que una ensalada es la mejor opción con este calor. Lo ve venir desde lejos. Las casas están tan espaciadas que la vista llega hasta el puesto de gendarmería. También ve venir al animal. Frunce la frente. Se impacienta al esperar, la figura todavía no se agranda lo suficiente como para anunciar su cercanía. Cuando él nota su presencia en el portón sonríe, baja su sombrero y se lo lleva al pecho. Saluda con la cabeza. No, no le gusta la idea.
Es para agradecerle al doctor.
Usted no tiene nada que agradecer, Ismael. El doctor hace su trabajo. Por favor.
No le dan las fuerzas para imponerse. Toma la cabra y cierra el portón. El corte de electricidad está anunciado para dentro de una hora. Se apura a prender el motor, necesitan agua para la tarde. Almuerzan en silencio. Ni siquiera Hilarito y Elena tienen ganas de hacer ruido.
Son dos. Se presentan sin sonrisa, abriendo muchos los ojos. Le cuesta entenderles, el acento inglés es muy fuerte y la pronunciación en varias ocasiones es incorrecta. Llegaron hace tres días. Las dos están vestidas iguales, pollera marrón y camisa celeste. Un crucifijo grande de plata a la altura del pecho enorme de una y casi ausente de la otra. Le indican dónde está la casa en la que viven. Avísele al doctor de nuestra llegada. Mañana mismo empiezan en la escuela. Antes de despedirse le preguntan si se pueden llevar alguno de los leños que están al costado de la entrada. Es para el fuego de la noche, dicen. Necesitamos calentar la habitación, dicen. Pero con este calor, balbucea aunque no niega. Lleven los que sean necesarios.
Hilario va sentado en la sillita de atrás. Acomoda a Elena en la de adelante. Pedalea con ganas tratando de no estancarse en la huella del camino. Le impresionan las rajaduras en la tierra, siente que en cualquier momento una gran grieta se va a abrir tragándose a los tres. Le pide a Hilario que por favor abra lo suficiente las piernas para que su piecito no se enganche de nuevo en los rayos de las ruedas. En la tienda de los Jaluf también funciona el correo. Hay dos telegramas para Andrés y una carta para ella. No la abre, es de su hermana. Sabe que le reprocha haberse ido. Pide mandar un telegrama.
Gracias, recibida.
Las noches en las que Andrés está de guardia le gusta hacerlo. Al principio era medio vaso pero hace ya varias semanas que se sirve vaso entero. Apaga todas las luces para que no vengan los bichos y se sienta en el sillón mecedor de la galería. A esa hora corre una leve brisa. Elena llora. La deja hacerlo hasta que vuelve a quedarse dormida. Se mece fuerte para reprimir el grito.
Andrés le promete que es sólo por unos días. Hay que esconderlo, llegó de noche y nadie lo vio, nadie lo va a buscar acá, al menos por unos días. Ya tienen quien lo cruce en la frontera. A Hilario y a Elena le dicen que es un amigo de Buenos Aires, de visita. Habla poco, es muy delgado y siempre está leyendo. Lo único que solicita es que no abra las cortinas hasta que él se vaya. Varias veces, al colgar la ropa en la soga lo sorprende mirándola. Como último favor, le pide que entierre unos libros, no se los puede llevar con él. Algún día los volverá a buscar.
Son tres, uno blanco, uno marrón y el otro blanco y marrón. Andrés elige el blanco cada vez que tiene que visitar a los que viven del otro lado del río. Le parece más cómodo y práctico que llevar la camioneta. Las monjas le consiguen alforjas donde puede llevar su material de trabajo. Ese día por la mañana sale al galope y el agente sanitario se lleva al blanco y marrón para acompañarlo. Queda atado a la tranquera el caballo marrón al que Hilario nombra, esa misma mañana, Galopín. Les dice que ellos sólo pueden acercarse a los animales cuando mamá y papá están cerca, nunca solos.
El grito es uno y profundo. No es el de Elena, es Hilario el que señala hacia la tranquera, el que le tironea la pollera. Elena está en pie tambaleándose, de espaldas, la cabeza mira hacia arriba. La envuelve en una toalla y corren hasta el hospitalito. Puede ver que no tiene los dientes, ya no están los tres de arriba y cuatro de abajo. Queríamos ver si Galopín seguía comiendo, no queríamos asustarlo. Nos pusimos detrás.
Tranquila, la quiso espantar. Si le pateaba de verdad, la hubiese matado.
Tiene que quedar en observación. Andrés llega después del mediodía. Le dice que ella quiere pasar la noche con Elena, que haga algo especial con Hilario que quedó bastante asustado. En la habitación hay seis camas, pero sólo dos están ocupadas. Recién cuando Elena duerme empieza a relajarse y a prestar atención. ¿Cuántos años tiene la otra niña? ¿Diez, doce? No mucho más. Está despierta, mira para el otro lado todo el tiempo. Viene una enfermera y le toma la temperatura. Le dice que va a volver para limpiarla y cambiar las gazas. A la madrugada pasa otra enfermera. Se despierta cuando está revisando a Elena. Va a estar bien, vos también descansa que mañana ya se van a casa.
¿Qué tiene la niña, la de la cama de al lado? No he visto que venga alguien a verla en todo el día y
pasa la noche sola, ¿qué pasa?
Le dijeron que se presentara a las diez de la mañana. Está en la puerta del hospitalito una hora antes. Hilario y Elena quedan al cuidado de las monjas Magda y Claire que los recibieron en la escuela aun cuando ninguno de los dos está todavía en edad escolar. La saluda Betty, la asistente social que llegó en la misma época que ellos al pueblo. Intercambian unas pocas frases. Betty le explica ciertas formalidades legales. Es breve y concisa, y eso se agradece. La guía hasta la habitación, que no es la misma de antes. En esta sólo hay una cama y una ventana lo suficientemente grande como para cubrir desde la estación de tren hasta el almacén de los Jaluf. Ella la está esperando. Se saludan sólo con la cabeza. Agradece que esta vez la niña la mire a los ojos.
Te traje dulce de zapallo. Lo hice yo, espero que te guste. Y un poco de queso y pan. Elena me pidió
que te trajera jugo de manzana. Y esto lo dibujó Hilario para vos.
La niña dice gracias con un hilo de voz casi imperceptible. Las enfermeras removieron gran parte de las vendas, logra moverse y sentarse con mayor comodidad. Esa mañana la expresión de dolor en su rostro no es tan visible. El pelo azabache brilla, los ojos rasgados la encuentran varias veces. Le dice que la ve muy bien hoy, que le gusta cómo arregló su cabello hacia un costado. Catalina agradece, como siempre.
Yo estoy recién llegada al pueblo, casi. Hace algunos meses nos instalamos en la casa frente a los
galpones del ferrocarril, justo desde aquí no logra verse. Mi marido es el doctor Andrés, ¿te
acuerdas de que te lo conté el otro día?
Asiente. Catalina trabaja en casa de los Cortez. En realidad no trabaja. No recibe un salario, ni tiene días francos, ni vuelve a su casa. Le dan techo y comida, ella realiza todas las tareas domésticas. Se levanta todos los días antes de las cinco de la mañana. Su tarea a esa hora es calentar grandes ollas de agua para cocinar y para el baño del patrón. Las mañanas son duras a una hora donde el silencio es espeso y sus párpados sólo quieren volver a cerrarse. En su última mañana en casa de los Cortez tropieza al sacar una de las ollas del fuego. El agua quema sus piernas. Ella que nunca, nunca hace ruido, grita con alarido animal. El señor le recrimina semejante alboroto. Alterado por el inconveniente, camina con ella hasta la puerta del hospital y le ordena que no vuelva por la casa. Catalina tiene diez años.
Lleva tiempo refaccionarla pero ya está lista para salir a la ruta. Caja cerrada, pintada de azul metálico, adición de tres asientos en la parte trasera. Dos pequeños ventiladores que apuntan hacia atrás para hacer más respirable el viaje. Nuevos tapizados. Elena y Catalina se sientan en los asientos del medio, Hilario viaja solo en los de atrás. Sabe que su niño no entiende la llegada de Catalina, lamenta que Andrés haya decidido sentarlo solo, pero no quiere que sea la niña la que quede allí, como si fuese la sirvienta acompañando a la familia. Elena con sus benditos vómitos tiene que permanecer cerca de su madre durante el viaje. Catalina apenas habla.
La casa de los curas está en las sierras. Arriban poco antes del amanecer. Andrés encuentra las llaves en el hueco del árbol marcado por el padre Francisco. El lugar es verde, rodeado de eucaliptos, diferente al monte y al polvo del pueblo. La casa grande y austera tiene olor a humedad y a encierro. Abren las ventanas con la esperanza de que el viento remueva esa pesadez. Andrés necesita dormir después de tantas horas de manejo. Toman el té de la mañana y se lavan bien la cara, ella y los niños se dirigen al centro para comprar comida. Está tan sorprendida de la grandeza, de lo luminoso, de lo abastecido que está ese supermercado que le da vergüenza. No hace tanto que se fue de Buenos Aires, cómo puede deslumbrarse al entrar a esta tienda, qué tonta.
Les dice a los niños que pueden elegir lo que tengan ganas. El changuito pronto está lleno. Hay fiambres, galletas, dulces, vinos, panes, carnes, chocolates. Se siente con ánimos de fiesta, de banquete, como si no estuvieran escapando ni teniendo que guardarse, como dice Andrés. Como si pudieran pagar todo eso. Deben ser las luces de ese lugar que la ponen así. Catalina va tímida, Hilario desenfrenado, Elena duda hasta que elige una pequeña botella de oporto. Le gusta su color. Cristina sonríe. En su mente, la imagen vívida de su padre la última navidad juntos, levantando la copa, diciendo unas palabras que ella no escucha, su madre aparece emocionada, su hermana seria la mira y dice:
Yo te advertí, esto iba a suceder, tenés tres hijos ahora, ¿qué les va a pasar a ellos?
Piensa que quizás fueron los libros. No tendría que haber aceptado esconderle los libros. Removió la última baldosa de la galería y los enterró allí. Eran siete. Los tendría que haber prendido fuego. Ahora su casa, si podía llamarla casa, está dada vuelta. Vaya a saber todo lo que rompieron. ¿Qué buscan? Las monjas avisaron y ellos subieron a la camioneta, no hubo tiempo de llevarse nada. Ahora hay que guardarse.
El oporto no lo podemos llevar, Elenita. Esa es una bebida para los mayores, por ahora vas a tener
que esperar. Y creo que no vamos a poder cargar tantas cosas hasta la casa, ¿ustedes que piensan?
¿Elegimos una cosa cada uno, la que más nos guste? Y una también para papá. Vos Hilarito, ¿qué vas
a elegir? Chocolate, ya me imaginaba. Catalina, ese pan luce delicioso. Elena, vamos. Ya que el
oporto no es para hoy, ¿qué te parecen galletas con dulce de frutilla? ¿Y qué les parece un abrazo
grande, fuerte?
Paga en la caja y todos caminan lento hasta la camioneta. Piensa que para Catalina este nuevo lugar puede ser el comienzo de una nueva historia en la que ella tenga voz; para Hilarito y Elena la continuación de aventuras. ¿Para ella? Quizás también, como Catalina, empezar algo propio, su propia historia, no necesariamente ligada a la de Andrés. ¿Quizás volver a dar clases en la escuela local? Hasta le podría tocar el mismo curso y ser maestra de Catalina. Va a averiguar. Sonríe. Conduce la camioneta enfrascada en sus pensamientos que la sorprenden por la ilusión que le generan, los chicos comen con ganas lo que acaban de comprar. Tan distraídos que ninguno nota el coche verde que hace rato los sigue.
Daniela Bressa Florentín nació en Ciudad de Buenos Aires, Argentina, el 5 de junio de 1979. Su cuento "Alekos" ha sido publicado en la revista literaria Alborismos (número 7, noviembre 2021). "Herencia", ha sido publicado por el Rotary Club Argentina - Certamen Literario Cuentos Cortos 2022 (noviembre 2022). El relato "Lubeca" aparece en la revista La Tundra – Reino Unido (versión online, marzo 2023).