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Nota 1

En el instituto

Juan Manuel Checa García

A mis compañeros y compañeras del Barres i Ones (Badalona)

Lo que aquí se desarrolla son una serie de pensamientos al hilo de mis experiencias como docente, que desembocaron en reflexiones mayores sobre el orden y el caos. Juzgue cada cual si el camino valió la pena.


                                                                                               a
Retorno a una clase de niños de trece y catorce años a los que había reprendido por su mala conducta y que no obstante perseveraban en ella. Al preguntarles qué les había dicho el día anterior, una niña con una sonrisa encantadora respondió diciéndome que yo no quería volver a ver aquel caos. No me sonreía por simpatía o insolencia, o al menos no sólo por eso. Lo hacía sin duda porque así me advertía que el caos era su estado natural, su situación existencial por excelencia y que, si pretendía dotar de un orden merced a la educación, tenía que asumir su conducta caótica de antemano, sin ningún tipo de reservas. Se llegaba hasta aquella aula bajando por unas escaleras. Una compañera me advirtió que se trataba de un descenso a los infiernos.


                                                                                               b
El profesor que defiende conocimientos obsoletos, desfasados, predica el caos merced a un orden sólo sedicente.


                                                                                               c
Alboroto en la clase. Si algunos progresos desembocan en el caos, ¿cuál es éste? ¿El libre albedrío, la voluntad de juego, la expansión de la personalidad…?
      Cesa, pausa, entonces llega el orden que, si se detiene a su vez, adviene su opuesto, y así en esa equivalencia de contrarios que Heráclito supuso en el arco y la lira. El docente constituye un atractor, o mejor, la posibilidad de que el atractor que pueda formar la clase devenga ordenado o caótico.


                                                                                               d
Un bolígrafo sobre una mesa, aunque carece de movimiento, aunque por sí solo no puede moverse, empero no permanecerá en ese lugar eternamente: alguien lo sacará de ahí. Importa poco que tenga tinta o no, será un obstáculo para el orden, el concierto, la limpieza…, y desaparecerá al fin, como si fuera una joya o dinero. Estático, no obstante es presa de las inercias del mundo, las mismas fuerzas que atarean nuestro existir y obstan o confirman nuestras ilusiones. La libertad humana goza de escaso margen frente a ellas. En lo vivo, el movimiento es errático (en lo inerte quizá también, recuerda a Penrose). Cuando voy al trabajo sigo un determinado camino —y tiene un determinado sentido— que presupone otros que seguí. El primero, si hubiese un orden, tendría una linealidad que me habría llevado hasta aquí, pero no es cierto. El movimiento errático haría que la utopía no fuese un relato o un sueño, sino que constituiría un elemento más del tiempo. La estabilidad, como la línea recta, es
utópica. [1]
       Co
mo voy dando saltos de instituto en instituto, un alumno me dijo que yo no pasaba de ser nada más que una hoja caída del árbol, al albur del viento que era el único responsable de que cayese acá o acullá. Renuncié a la venganza sin advertirle que él no disfrutaría de un destino mejor.
         Sólo hay un precepto ético para un mundo inmerso en el caos: no te duermas.
         Quien se para o permanece quieto corre el peligro de verse arrastrado por las cosas.


                                                                                               e
El principio de realidad impone orden sobre los deseos, sobre el caótico juego.


                                                                                               f
La clase es un sistema dinámico como el mundo y como en el mundo una actividad acelerada da paso a una calma inquietante.
        La manzana podrida. El alumno no era distinto a los otros, pasaba exactamente desapercibido. Quizá su único rasgo distintivo, lo que mejor le caracterizaba dando perfecta cuenta de su condición, lo constituía la facilidad con la que su ceño se fruncía, posiblemente un gesto de amenaza ante una realidad que creía hostil y a la que debía superar. No dudó entonces. Solo, en cambio, en una clase no muy distinta a otra, con niños y niñas no mejores ni peores, no más dados a la confusión que otros. No obstante, y de la misma manera que el viento suscita las olas de un mar en calma, él constituía la entropía del grupo, el rasero con que calibrar el desequilibrio general. Solo bastaba para arrastrarlos a todos.


                                                                                               g
Tuve que reprender, a la hora del patio, a un grupo de chicos y a una pareja porque estaban reunidos en una zona apartada, lejos de la vigilancia profesoral. También el caos se esconde del orden.

 

                                                                                                                          h
Paradoja del profesor: si uno de mis alumnos retrocediera en el tiempo y pudiera hallarme con quince años, entonces no hablaría con un profesor, sino con otro chico más. Mi personalidad como docente está determinada por la experiencia, de ahí su natural pluralismo, y que yo no fuera entonces lo que ahora soy, demuestra a las claras que no soy, no somos, nada.


                                                                                                i
En mitad de la calle, una niña muy pequeña se ha abalanzado sobre mí con un abrazo. Se lo he devuelto advirtiéndole a la vez que creía que se equivocaba. Me dejó y me dijo adiós: creo que ni siquiera ella sabía el porqué de su gesto. Con la buena suerte pasa lo mismo: se trata de una circunstancia feliz, pero inmotivada.


                                                                                                j
Cada generación vive en su propio mundo, su hábitat. Cuando al referirnos a una costumbre o institución, decimos que es otro mundo, admitimos a la vez nuestra capacidad para ingresar y vivir en él. El hábitat o mundo lo constituye y clausura la cotidianidad, por eso un hijo, un alumno o un ser más joven o más viejo es un extraño. El hábitat o mundo se hunde cuando desaparece cada generación y está mediado por la técnica, por eso resulta tan difícil su acceso si ésta no se denomina...


                                                                                                k
Una educación basada en el diálogo y la espontaneidad parecerá caótica al profesor riguroso y disciplinado, como lo es el matrimonio entre homosexuales para quien cree que no hay más unión que la de un hombre y una mujer. En todos estos casos no se trata de órdenes que se van sucediendo y sustituyendo entre sí, sino de distintos puntos de vista sobre el caos.


                                                                                                l
Veréis, niños, cómo el amigo de hoy, atareado por la vida, se va y no vuelve, y aquella persona que no habríais podido imaginar a vuestro lado, lo sustituye. Porque las relaciones se fundan en la nuda contingencia, consecuencia inevitable de un mundo que cambia con extremo.


                                                                                               m
“Quedamos como amigos” era un intento de restaurar el orden roto de la relación mediante otro nuevo, el de la amistad, pero generalmente inútil pues sólo prevalece el caos.


                                                                                               n
Forma y disuelve el caos a la familia y al grupo de amigos.


                                                                                               ñ
Un profesor anima a sus alumnos a ser ambiciosos; otro, les advierte que la ambición es un defecto. Mientras tanto, los alumnos desconcertados y un amigo del primero advirtiéndole que quizás en el contexto en que se dio tenía sentido la idea del segundo. Si es verdad, la verdad es relativa al contexto y, por ende, desordenada.


                                                                                               o
Constituye envejecer el difícil aprendizaje de convivir con la monotonía.


                                                                                               p
Caos por caos, daos al sexo y no a la violencia. Con unas elementales precauciones, el primero es casi siempre inofensivo mientras que la segunda no lo es nunca, por muchas que se tomen.
        Los niños y los jóvenes, sin embargo, se dan con demasiada frecuencia a la violencia. Si no procede de la desesperación, constituye más bien o un divertimiento más o la necesidad de imponer una regla moral que, como cualquier otra, exige —para que su naturaleza no se devalúe— que el efecto exceda con creces a la causa.


                                                                                               q
Prueba de que no vivimos en una realidad ordenada es que los amigos se acaben por perder. Sin el caos lo serían para toda la vida.


                                                                                                r
Me respondisteis que vuestra vida se reduce a una combinación de orden y caos, la misma respuesta que me dio mi madre, la cual podría ser casi vuestra abuela. Estoy convencido además de que lo mismo oiría responder a quien preguntara, con total independencia de su edad o condición, lo que demuestra que no hemos colonizado por completo la realidad.
        Una prueba la tenemos en el ahorro, que carece de sentido en un mundo perfectamente previsible, sin sorpresas. Por lo que tenemos que es racional contar con el caos, pura irracionalidad. En el derecho sucede otro tanto: la defensa de uno no contradice la de su opuesto. Quien justifica el aborto o la eutanasia admite que otros no contemplen esas posibilidades (el problema estriba en que esos otros no hacen gala de la misma tolerancia, quizá porque la misma noción de derecho les moleste o porque sólo cuentan para ellos los suyos propios).

 

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Luna sobre ciudad Bolívar. Óleo sobre lienzo año 2022. Andrea Bermudez

                                                                                               s
¿Cómo acabar en el instituto cuando ni siquiera se acabó el instituto? ¿Ser profesor habiendo sido mal estudiante? De la misma manera supongo que se concilia libertad y disciplina, que el mayor cuidado del presente se halla en los riesgos del porvenir.


                                                                                               t
Los profesores, máxime si son jóvenes, parecen perdidos, flotando en las fluctuaciones divergentes de un desorden creciente, que puja, ay, como la vida. Si mayores, y porque, en la clase, el alumnado mantiene perpetuamente su edad, sienten con horror la suya propia, cada curso un poco más mayores. Algunos felices, empero, paladean, puesto que la olvidan, la indeterminación de su edad y se confunden con sus discentes, lo que entraña no pocos peligros, por otro lado.


                                                                                               u
Como el segundo principio de la termodinámica, la clase entendida como sistema aislado o permanece estable o entra en un estado de desorden, al igual que sucede, por lo demás, con cualquier otra comunidad. Esto obedece a que rigen lo humano leyes físicas (que desembocan en el desorden) más que metafísicas (que impondrían el equilibrio).


                                                                                               v
Niños y jóvenes, en el caos que generan las más de las veces de un modo inconsciente, parece que quieren destruir el mundo de los adultos. Porque son muchos los mundos que hay y que vamos forjando, cuya novedad, si por tal es la del otro, genera, en un primer momento, incomprensión, arduas dificultades para establecerse allí. El profesor simboliza un mundo de reglas, de orden, perfectamente institucionalizado. [2]  El alumno, no obstante, encarna el caos espontáneo, un desorden empero del que hay que salvarlo. He tenido alumnos inmersos en una vida complicada —padres separados, primeras adicciones—, mas ciertas predisposiciones en ellos permitían augurar, con el correcto cultivo de las mismas, un futuro mucho más prometedor. A la inversa, otros que gozaban de un gran presente —grandes calificaciones, inteligencia y curiosidad a raudales— algo tenían en su ser —precedentes familiares de enfermedades mentales o fallos incipientes en sus respectivos caracteres— que no permitía presagiar nada bueno.
        Sucede lo mismo con la cronología: fracasa cuando agrupa a coetáneos de mentalidades dispares. Y que ningún genio pedagógico se atreva a proponer otras agrupaciones en función de criterios distintos: tampoco alcanzará el éxito.
       El caos constituye una totalidad que se hunde por la extrema sensibilidad de uno de sus elementos y la pasividad inercial del resto. Acaso lo mismo suceda con la materia, en la que no importa menos la fuerza externa que comporta en ella una serie de cambios incontestables que la ausencia de toda respuesta posible a los mismos. Ese constituye el límite más doloroso que conoce nuestra libertad y que todo ser humano ha experimentado más de una vez, es decir, la imposibilidad de trascender nuestra hechura, de saltar desde nosotros mismos más allá.


                                                                                              w
Genera caos vivir en la provisionalidad (en el rigor del término todos vivimos así). Un profesor que ocupa plaza provisionalmente experimenta esa desazón, que puede desembocar en angustia, ante la posibilidad efectiva de ser sustituido y volver a empezar de nuevo, vaya usted a saber dónde. A esa provisionalidad debemos nuestra imaginación, o el mejor aliado que tenemos, y que no tiene nada que ver con la fantasía infantil, que con demasiada frecuencia se limita a reproducir el mundo tal cual lo ve, sin grandes añadidos ni brutales distorsiones. En el joven y el adulto la capacidad de imaginar permite hacer frente a una situación para evitar su impacto negativo o, al menos, adaptarse a ella para así soportarla mejor. En ambos casos se logra una atemporalidad —valga la redundancia— temporal, pero lo bastante dilatada como para ubicar en ella una existencia más o menos digna, muy distinta a la inhumana condición, [3] por la que todos somos iguales y por ende sustituibles, a la que nos condena la eventualidad. [4]


                                                                                               x
Hallar en el patio un macaón (Papilio machaon o mariposa tigre en otras latitudes), danzando sobre la flora y libando sobre los pétalos, supone un hecho sorprendente al que sólo la rutina, la absurda fe en la identidad de los días consigo mismos, logrará ignorar. Tampoco las reacciones, inmunizadas a toda novedad, están en disposición de entender el misterio. Sin embargo, y dejando de lado el azar que supone la posibilidad del encuentro, azar que gana en probabilismo en cuanto llega la primavera, lo que asombra del hecho en sí, acaso de cualquier hecho, es su absoluta falta de sentido. [5] Aunque, como advirtiera Goethe, sea el acontecimiento ya teoría, [6] lo es porque lo doblegamos a la última para eludir su natural salvaje, incoercible. Ante la sorpresa del macaón y el gozo que produce su belleza, rápidamente brota en nosotros, si nos falta el conocimiento necesario, la pregunta, la cuestión: qué… Si, por el contrario, conocemos el término técnico que nombra al insecto, experimentamos la soberbia seguridad del que sabe y encapsulamos entre la rigidez del concepto al fenómeno que nos revela la sensibilidad (con muy poco de ella, ciertamente). Nada importa que el concepto no vuele ni busque su alimento entre las flores ni mucho menos que proceda de tiempos previos a la historia, ha de encajonar empero a la incógnita que tenemos ante nosotros. Porque aquí se da un drama, que empero se repite en la enseñanza: la dificultad de conciliar lo vivo y dinámico con las férreas cadenas de un estatismo yerto mas exacto. Lo peor del drama estriba en que la tensión dura poco, que gana, que habrá de ganar la supremacía de lo conceptual y quieto, aun cuando, como seres vivos que somos, la balanza debiera ceder hacia el otro lado. ¿Por qué? Quizás porque la experiencia ya es una dotación de sentido o porque el hecho, el fenómeno en sí, posee una realidad inacabada y sólo el concepto lo habrá de completar. [7] 
     Mas lo problemático con frecuencia no pertenece al fenómeno y se trata de una aportación del sujeto para justificar y explanar su propio discurso. Ignorar esto conduce a una falacia que induce a pensar que existe lo inexistente y que atenta contra un sano principio de economía que pretende tener por verdadera con frecuencia la explicación más sensata. Mas la sensatez está reñida con el riesgo y quizá también con el poder, potestad esta última que podemos encontrar en el origen de toda conceptualización, [8] y aun de su divulgación. La alternativa la constituye un conocimiento que se niega a saber, mejor, que pretende eludir las violencias inherentes a la sabiduría, y que busca la unidad espontánea con el objeto conocido, aun cuando eso comporte la cohabitación con el horror sagrado. [9]


                                                                                               y
El caos me exime de creer en algo.


                                                                                               z
Hay un orden potencial en el caos del aula (y viceversa). El profesor impone un orden en el caos del aula. Mas el ser humano se caracteriza por un orden precario, siempre en pugna contra el caos ambiente. Todo instituto o escuela configura la relación esencial que, antes o después o de inmediato, tenemos con el mundo. Allí se demuestra que todo vínculo es precario: los alumnos superan los cursos y se van, llegan nuevos profesores, otros dejan el centro por otro o se jubilan. Todo se abandona y el azar se erige como el gestor de estos hiatos. Percibimos entonces nuestra singularidad, la soledad esencial que somos, y que en la infancia o en la juventud se ve extremada además por la violencia.
     El amor de los adolescentes en los centros lectivos es tan insignificante e inofensivo como esas breves hierbas que crecen entre los resquicios de los muros. El joven que quiere huir del aula (o el profesor, que también los hay) busca escapar de un orden excesivamente opresivo (el adulto sólo elude el tedio) y demuestra, cuando lo logra, que la libertad posee caracteres subversivos.
     Una historieta que fingí a los catorce o quince años: una rebelión que estallaba en un colegio. Supongamos que, en el fondo, fuera un hecho real. Conviene saber antes contra qué cabe rebelarse: ¿Contra el profesorado?, ¿la dirección?, ¿la autoridad?, ¿la sociedad?, ¿el mundo?, ¿lo inveterado? Admito que, de todas estas posibles respuestas, la última me parece la más seductora —quién sabe si no fue el origen de la rebelión de aquellos ángeles contra dios. [10]

Nota 2
Nota 3
Nota 4
Nota 5
Nota 7
Nota 8
Nota 10
andreabermudez RETRATO TECNICA ÓLEO SOBRE CANVAS AÑO 2012.jpg

Retrato. Óleo sobre lienzo año 2012. Andrea Bermudez

[1] Con Galileo supimos que la causa de una caída está en el peso del cuerpo, que es constante. Pero la velocidad de esa caída varía, de manera irreductible a las exigencias de exactitud de las matemáticas, que requiere de la equivalencia cuantitativa entre la causa y el efecto (y de esta forma el astrónomo sentaba las bases para la posterior deconstrucción de la idea de causa que justificó el escepticismo metafísico de Hume). Así, la velocidad del grave es inconstante, como al cabo su propia causa; la constancia sólo es posible en la aceleración, en la variación de la velocidad de caída. La velocidad es un estado del móvil y su variación está determinada por el peso de aquél. El reposo, en cambio, se mantiene hasta el infinito, pero infinito no hay. Cf. Prigogine, Ilya. ¿Tan sólo una ilusión? Una exploración del caos al orden. Trad. Francisco Martín, Barcelona, Tusquets Editores, Metatemas 3, 5ª ed., 2004, p. 79.

[2] Nada de lo que se acaba de decir desprestigia o infravalora la figura profesoral. El amor, contemplado desde su propia dinámica, constituye una potencia inacabable, eterna, que no debiera, por tanto, desaparecer. Está sometido a una renovación y un entusiasmo que crece con los años (si en efecto se está verdaderamente enamorado), lo que le permite, junto a su propia fuerza, eludir su propia extinción. Que empero se extinga constituye una consecuencia de la flaqueza humana más que de su propia naturaleza. Asegura su dinamismo su ulterior institucionalización, esto es, el matrimonio (que queda desautorizado como tal con la sola presencia del divorcio), y merced a ella, también, podemos hablar de matrimonio en cuanto tal. Por eso necesitamos la institucionalización, mejor dicho, todas las institucionalizaciones, incluso la del Estado, que muchos oponen —para devaluarla— al mercado, dando en olvidar, o aun ignorando en definitiva, que ése es el ámbito del deseo, abrupto y hostil, y la libertad que tenemos ante él se reduce a nuda resistencia, no al santo decir sí que implica el ingreso en cualquier institución.

[3] No cabe aquí una nueva metafísica, sino la metafísica en sí, que nos garantizará una universalidad, perdida antaño, que nos permita soslayar todos los inconvenientes de una individualidad cerril, que se condena a negar su propia universalidad, bien que contemplada desde otra perspectiva. Se trata, conviene advertirlo, de alcanzar la perspectiva adecuada y no —¡por favor!— de resucitar a viejas deidades, los dieux du carnage.

[4] Por tanto, el ser que con mayor intensidad acusa el impacto de lo ocasional, es decir, el artista, se apresta a eludirlo contraponiéndole un concepto mayor, más efectivo pero no menos problemático: la eternidad.

[5] Decía Ortega que todo hecho en sí y en un primer momento carece de sentido. Mas el hecho bruto, el físico, no lo tiene y se le ha de incorporar. El cultural o histórico, en cambio, permite sospechar, en su inteligibilidad, que sí lo oculta: para ello se requiere un doble movimiento de aproximación y lejanía. Si esta afirmación puede considerarse acertada o no, es algo que no vamos a discutir ahora. Interesa más destacar cómo el sentido, que no pertenece de suyo a la cosa o al evento, consiste no obstante en un intento por encausarlo en pos de un determinado fin. Véase en cualquier caso Ortega y Gasset, José. Las Atlántidas (Obras completas, tomo III). Madrid, Taurus-Fundación José Ortega y Gasset, 2005, pp. 769-770.

[6] Ortega y Gasset, José. El sentido deportivo de la vitalidad (Obras completas, tomo VII: Obra póstuma). Madrid, Taurus-Fundación José Ortega y Gasset, 2007, p. 819. Si bien Ricoeur advierte que la teoría, en tanto que constituida por elementos propios del discurso, no puede disociarse de éste, de la misma forma el fenómeno, que accede a la intimidad por los medios que le brindan esos elementos, será accesible sólo por la mediación de estos últimos. Cf. Ricoeur, Paul. La metáfora viva. Trad. Agustín Neira, Madrid, Ediciones Europa, 1980, p. 345.

[7] Ortega y Gasset, José. El sentido deportivo de la vitalidad (Obras completas, tomo VII: Obra póstuma). Madrid, Taurus-Fundación José Ortega y Gasset, 2007, pp. 819-820.

[8] Regalado García, Antonio. El laberinto de la razón: Ortega y Heidegger. Madrid, Alianza Editorial, Alianza Universidad, 1990, p. 61 y Paz, Octavio. Las peras del olmo. Barcelona, Seix Barral, 2ª ed., 1986, pp. 95-96.

[9] Paz, Octavio. Las peras del olmo, pp. 96-97.

[10] Decía Ortega que la verdadera rebelión es contra la nada, esto es, contra la eternidad, me atrevo a añadir. Cf. Ortega y Gasset, José. Misión de la Universidad (Obras completas, tomo IV). Madrid, Taurus-Fundación José Ortega y Gasset, 2005, p. 561.

Juan Manuel Checa García. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Concluyó sus estudios de doctorado en la misma universidad y prepara una tesis sobre la idea de la metáfora en la filosofía de José Ortega y Gasset. Ha participado en los libros colectivos Pluralismo filosófico y pluralismo político: José  Manuel Bermudo (coord.), Barcelona, Editorial Horsori, 2003 y Hacia una ciudadanía de calidad: José Manuel Bermudo (coord.), Barcelona, Editorial Horsori, 2007.

Contacto: juanmanuelchk@hotmail.com

Andrea Bermudez, artista de la ciudad de Bogotá Colombia.

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